La Vieja
Hace muchísimo tiempo,
tanto como los años que tengo, vivíamos ella y yo en una gruta.
Ella, la vieja...! Teníamos como vecinos al cielo y al mar, ambos
acogedores a la luz del día, ambos huraños en la oscuridad de la
noche.
La vieja era añeja,
longeva, arcaica; parecía inmortal, perpetua, imperecedera. Llevaba
una blanca cabellera más allá de la cintura, y su piel era rugosa y
marchita. De tanto mirar, la vieja se había quedado con el cielo en
sus ojos. De tanto luchar, llevaba la espalda torcida y encorvada.
Sus manos eran, sin embargo, pequeñas; y guardaban en su seno las
más suaves caricias, pero también propinaban reveses que sacudían
directo al alma. Fiel como la arena al mar, un perro negro la
seguía. La vieja iba y venía, siempre haciendo cosas, allí y aquí,
como buscando perpetuarse en una danza constante.
La vieja…. ¿Quién era
realmente? ¡A pesar de vivir a su lado, jamás he llegado a conocerla!
Constantemente ella murmuraba cosas, para después perderse en un
sórdido silencio. A veces entonaba alguna melodía, a veces se
sumergía en su propio sepulcro. Así era la vieja, extraña,
misteriosa...
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Como si de una diosa se
tratara, yo buscaba complacerla. ¡Quería ser su sombra, su reflejo!
La vieja era, para mí, perfecta. ¡Habría descendido a los infiernos,
si hubiese tenido que salvarla!
A medida que fui
creciendo, las cosas fueron cambiando. ¿Cambió ella? ¿Cambió mi
forma de verla? Aparecieron ante mí las viejas puertas continuamente cerradas, que habían en nuestra gruta; puertas que
siempre habían estado allí, pero nunca las había visto...; puertas a
las que la vieja entraba y salía siempre en silencio, dejándolas
bajo llave.
Cierto día, cuando la
vieja danzaba a orillas del mar, me acerqué a una de ellas, y miré
a través de la cerradura. ¡No fue tanto lo que vi sino aquello que
no se dejó ver! Entre las tinieblas, algo se lanzó al cerrojo con
un susurro, un gemido... Aquello se apoderó de mí, dejándome
absorta, hasta quedarme convertida en piedra, sin poder moverme. El
instinto me lanzó hacia atrás, como una fuerza que me expulsa. Los
largos brazos del miedo me rodearon, y me quedé allí, mucho tiempo,
derrumbada en el suelo, mirando con ojos
desorbitados aquella cerradura. ¿Algo me miraba a través de ella?
El blanco vestido de mi inocencia escapó volando por la ventana,
para jamás volver... Algo había cambiado!
Pasaron varios días desde
aquel suceso. Intenté disimular, pero la vieja sospechaba... Yo sonreía
y hablaba de mis cosas, sin embargo ella era astuta. ¡Me vigilaba!
Cierta noche, a altas horas, algo me despertó. Quizás fue un
susurro desde muy adentro, que me dijo –"levántate, si quieres
saber!". Sigilosamente me dirigí a los viejos pasadizos, aquellos que
siempre estuvieron ante mí sin siquiera verlos, y distinguí la
puerta entreabierta. La luz de una vela iluminaba la escena. La vieja
de rodillas, lavaba los pies de una mujer. Esta yacía sentada sobre
una piedra, con los brazos extendidos atados por encima de su cabeza. Unas
grandes cadenas que pendían de la bóveda, la sujetaban inmóvil en torno a sus muñecas. ¡No
pude verle la cara, pues no se movía...! Igual que la vieja, llevaba
una larga cabellera blanca... Era flaca y larga... Mientras la vieja le
mojaba los pies, le susurraba una melodía... El agua de la fuente
estaba teñida de sangre... ¡Parecía herida! ¡Mi
respiración…entrecortada! ¡Mi aliento… contenido! ¡Algo me decía
que aquello era espectral...! Algún ruido habré hecho, algo que no
pude contener..., pues mientras la vieja seguía absorta en su cántico
rumiante, la mujer tiró la cabeza hacia atrás y la giró hacia mí. ¡Sus ojos huecos se encontraron con los míos! De mi garganta salió
un alarido, que murió en mis labios... ¡Era igual a la vieja…!
Volví a despertarme la
noche siguiente. Me acerqué sigilosa a la puerta y miré... Ambas
mujeres estaban sentadas al pie de un candelabro, rozándose
mutuamente al son de una melodía que ambas susurraban. ¡No pude ver
claramente cuál era la vieja! ¡Ambas mujeres eran similares! Una de
ellas llevaba heridas en las muñecas, y la otra se las lamía hasta
hacerlas desaparecer... De pronto, mientras una caía en un profundo sueño, la otra se puso en pie, alzó un llavero y el candelabro aún encendido, dispuesta a
salir de la alcoba. Corrí descalza por los pasadizos hasta mi lecho,
donde me tendí para hacerme la dormida...
A partir de aquella vez,
todas las noches me aproximaba a aquella habitación. A veces
susurraban, a veces discutían en un murmullo... A veces se
acariciaban, otras tantas yacía una de ellas encadenada, mientras la
otra le peinaba la larga cabellera. Luego una de ellas abandonaba el
lugar, cerrándolo con llave. ¡Era entonces cuando yo corría
rápidamente hasta mi alcoba! ¡La vieja lo sabía….!
Con el tiempo empecé a
sospechar que, a veces, la vieja no era la vieja. Algunos días tenía
los ojos más huecos, y otros, llevaba cicatrices en las manos. En
ciertas ocasiones permanecía en silencio durante horas... Luego me
regañaba... Pronto mis sollozos la hacían lanzar una gran carcajada. Y
después su mano huesuda golpeaba mis mejillas, para luego enjuagar mis lágrimas. ¿Quién era ella?
¡Durante largos años
conviví con esa pregunta! ¡Durante interminables noches busqué las
respuestas tras aquella puerta! ¡Nunca pude complacerla, más… ahora
ya no quiero!
Permanecí a su lado, como aquel perro negro, por
muchos años... Y una mañana, cuando el sol recién despertaba, salí
de nuestra morada. Llevaba las manos vacías, y los pies descalzos... La vieja me acompañó durante un tramo y luego se detuvo, pues debía
volver... En sus ojos vi la certeza de nuestro reencuentro, tal vez más
tarde, al caer la noche... La vieja siempre supo que me tendría de
nuevo a su lado... Me despidió, a lo lejos, levantando su mano... La
brisa de la mañana despeinaba sus blancos cabellos. Ella sonreía... El viejo perro negro retozaba entre sus faldas. Y así la recuerdo…
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Valeria Elder